Pandemias y hambrunas

Quisiera comenzar de otra manera, decirlo con palabras menos alarmantes, expresarlo de una forma matizada, pero la situación en la que estamos demanda no sólo un tono de pesadumbre, sino también de protesta: el sistema alimentario global es una amenaza para el planeta y para nuestro bienestar. Para dar una idea, si tuviera que comparar nuestra futura situación con un momento histórico similar sería el final del siglo XIX tal y como lo describe Mike Davis en su portentoso estudio Late Victorian Holocaust: El Niño Famines and the Creation of the Third World (2001). En éste, Davis estudia cómo la mezcla de colonialismo, clima y racismo crearon uno de los peores desastres humanitarios de la historia: las hambrunas que diezmaron principalmente la población de la India y China, aunque los efectos se propagaron por Brasil, Corea, Rusia, Etiopía y Sudán. Las cifras de decesos se estiran entre los 31 y los 61 millones sólo para India, China y Brasil, aunque Etiopía y Sudán perdieron hasta un tercio del total de su población.

Estas hambrunas no fueron producto de una falla en la configuración del sistema alimentario global ni una negatividad externa ni fruto de un evento climático súbito. En palabras de Davis, los millones de muertes no ocurrieron inesperadamente fuera del sistema-mundo moderno, “sino en el proceso de ser coercitivamente incorporadas en su estructura económica y política”. Fueron muertes emanadas de políticas alimentarias que tenían como única finalidad, en el caso de la India y China en esa época, alimentar el Imperio británico cuya ambición pantagruélica por controlar el mercado global de plantas comestibles lo llevó a justificar esas muertes con ideas muy familiares.

Robert Bulwer-Lytton, designado gobernador oficial de la India entre 1876 y 1880, justo cuando ocurrió la primera sequía y las ciudades indias se convertían en panteones, argumentaba que “las hambrunas siempre han acontecido por una sola causa, y es la violencia del Estado cuando intenta, por medios impropios, remediar las molestias de la escasez”, es decir cuando el Estado intenta intervenir en el mercado, y que los indios “tienden a reproducirse más rápido de lo que el suelo puede producir comida”. Por supuesto, esto era una mentira pues el subcontinente indio era una cornucopia agricultora: 2000 años antes del Raj —dice Mark Bittman en Animal, Vegetable, Junk—, India sólo había registrado diecisiete hambrunas; bajo los cien años del yugo británico hubo 31. Tampoco es que India produjera menos durante la colonia; de hecho, se convirtió en el granero más productivo del Imperio: la producción de grano aumentó de 3 a 10 millones de toneladas entre 1875 y 1900, y para 1918 contaba con uno de los mejores y más grandes sistemas de riego en el mundo: aproximadamente 5 millones de hectáreas. El problema era que toda la comida producida se exportaba a Londres.

Las similitudes entre este periodo histórico y la posible tragedia que se avecina son preocupantes. Primero, porque vivimos y comemos dentro de un sistema alimentario que favorece la productividad y el mercado y no el bienestar de las personas; se produce suficiente alimento, pero no se democratiza su consumo. Segundo, porque de la misma manera que el Imperio británico monopolizaba la producción y distribución en buena parte del globo terrestre, hoy unos cuantos países y corporaciones monopolizan de cabo a rabo la producción, las semillas, los fertilizantes y la distribución. Para ejemplo, los cuatro cultivos más consumidos en el mundo según cifras de George Monbiot en Regenesis: cuatro países cosechan 76% del maíz exportado globalmente —Estados Unidos, Francia, Argentina y Brasil—; cinco cosechan 77% del arroz —Vietnam, Tailandia, India, Estados Unidos y Pakistán—; cinco exportan 65% del trigo —Estados Unidos, Francia, Canadá, Rusia y Australia—; y tres producen 86% de la soya —Brasil, Argentina y Estados Unidos—. Casi 40% de la población mundial depende de comida importada de otros países.

Asimismo, Cargill, Bayer, ADM, Bunge y Louis Dreyfus controlan las semillas genéticamente modificadas, fertilizantes sintéticos y agrotóxicos; Unilever, Coca-Cola, PepsiCo y Nestlé lo hacen con la producción de alimentos, la mayoría dañinos para la salud. La distribución, en cambio, la manejan Walmart, Carrefour, Oxxo, en el caso mexicano, y otras tiendas que son filiales de éstas. Sin olvidar las procesadoras de carne cuyo imperio se extiende por todo el globo, desde la Amazonía hasta Australia: JBS, Tyson, GH Group y Cargill. De la misma manera que Bulwer-Lytton, estos conglomerados se rigen por una simple ley: la de incrementar sus ganancias aun si esto implica pasar por encima del bienestar de ecosistemas, trabajadores y animales de granja.

La tercera razón es la crisis climática porque este sistema alimentario es, al mismo tiempo, vulnerable a sus consecuencias y causa de ellas. En 2019 la revista Lancet llamó a este fenómeno “Sindemia Global”. Una sindemia es el brote de dos o más epidemias al mismo tiempo en un lugar determinado y que se nutren una a otra. Los elementos que componen esta gran sindemia son obesidad, desnutrición y crisis climática. Por un lado, el sistema alimentario es responsable de 26% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero; de éstas, según la revista Nature, casi 20% sólo son por transportación de comida, principalmente en barcos cargueros que llevan de continente a continente verduras, frutas y carne. Por otro lado, la constante apertura de fronteras agrícolas en bosques primarios es una amenaza para la bioculturalidad, pues en la medida en que se abren territorios para el agronegocio o el pastoreo se aniquilan formas de vida y culturas ancestrales. La destrucción de la Amazonía, por ejemplo, no es una casualidad o una mera externalidad negativa del sistema alimentario; no es que esté roto, es que el sistema está diseñado para funcionar así, como lo demostró un reportaje de la revista Piauí en el que documenta cómo el pastoreo ilegal de vacas en tierras indígenas se empalma con la distribución legal de la carne.

Por último, debido a la gasolina que representa el sistema alimentario global para un planeta en llamas, la producción de comida, como ha dejado en claro el reporte del Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, sufrirá un impacto negativo en países vulnerables a los efectos del calentamiento global. Los eventos climáticos violentos, como las sequías —80% del agua dulce es para agricultura—, disminuyen los cultivos de subsistencia de millones de personas en África, Sureste de Asia y Latinoamérica. Esto no es una predicción; desgraciadamente ya es una realidad documentada. Tan sólo en 2015, reportó Nature, las sequías provocadas por El Niño arrastraron a la desnutrición a seis millones de niños, especialmente en países en desarrollo. Recientemente, en 2021, Madagascar sufrió la peor sequía en cuatro décadas y por ello fue nombrado el primer país en pasar una hambruna causada por los efectos de la crisis climática.

Los ejemplos del pasado, del presente y los augurios del futuro se conjugan en nuestra época. Pero ninguno ha sido lo suficientemente convincente, al parecer, para que los Estados propongan una reinvención del sistema alimentario que ponga como meta el cuidado del planeta y el bienestar de las personas humanas y no humanas. Vivimos todavía, en este sentido, en un mundo victoriano sostenido por dos realidades a punto de colapsar: la de la desmesura y la de la escasez alimentarias. Si las sequías de finales del siglo XIX crearon lo que llamamos tercer mundo, como argumenta Davis, ¿qué tipo de sociedad surgirá ante la crisis alimentaria y climática? Lejos de acercarnos a una sitopía —del griego sitos, ‘comida’—, como lo llama Carolyn Steel, habitamos una ustopía, como lo propone Margaret Atwood, o sea, la existencia de una zona de confort sostenida con una zona de sacrificio. ¿De qué lado estamos?


Publlicado originalmente en revista Nexos (abril 2023), pp. 50-51. Dossier sobre alimentación.

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